La noche que llegaron los gitanos a Yauco, en le verano del 42, el pueblo languidecía en los últimos estertores de una terrible epidemia de soledad.  La atroz mortandad sólo prosperaba al sacerdote y al enterrador.  La intrusión de Isora: vidente, curandera y traumaturga por excelencia ; de su esposo Shlabel el Magnifico; y su hijo Asinto el malabarista, despertó el resentimiento colectivo.  No por tratarse de gitanos, sino más bien por la desfachatez con que  llegaron: en la hora más oscura de una noche sin luna – mal agüero – y escandalizando con el estrafalario camión altoparlante que pasearon por las calles pregonando desgañitados  la llegada del Oráculo de las Soledades.

¨El remedio para todas las tristezas, desvaríos y otros males que nacen de la soledad¨.

Como si eso fuese poco, ¡Vaya osadía!, a esa misma hora se atrevieron, con más alboroto aún, a montar una enorme carpa azul en el mismo centro de la Plaza de la Delicias.

¡Frente a la Iglesia de la Virgen del Santísimo Rosario!

Penumbras persianitas alrededor de la plaza observaron el montaje, y docenas de ojitos sigiliosos se acercaron de otras calles, para espiar.  Árboles, portales, balcones esquinas y zaguanes, sin respirar, velaron. 

Pero nadie se atrevía a salir.  

El Primero en dar la cara fue el octogenario párroco, el Padre Anastasio.  En un arranque de exaltación piadosa olvidó la sotana.  Dispuesto a desalojar de allí a los irreverentes invasores, llegó a la carpa en la altas hora de la madrugada, armado con una Biblia, un incensario y un collar de ajos colgado del cuello: fórmula infalible para exorcizar aquellos entes malignos que violaban la exclusividad de su franquicia teológica.

Nada más faltaba. 

¡Brujos! ¡Apóstatas! Gitanos heréticos…

¡ Y frente a SU iglesia!

El incauto y virginal beato fue el primero en sucumbir al sortilegio del Oráculo de las Soledades.  Su celibato le hizo más propenso que ningún otro.  Con sólo mirarlo, la gitana presintió su terrible soledad.  Era adivina, ¿no?

Inmersa en un mar de faldones estampados, estolas con flecos de seda, aretes, y pulseras que campeaban como cascabeles, agitó la melena y, antes que el cura alcanzase  a abrir el Libro Sagrado y esparcir el incienso, ya serpenteaba sus dedos delgados de larguísimas uñas rojas en el aire y entonaba la invocación sanadora.

Instantáneamente, el sacerdote se deslizó en un ensueño  lleno de imágenes eróticas como nunca había tenido.  Ni en los más fogosos años de su adolescencia.  Sintió la resurrección del obelisco parroquial como un transformador eléctrico mohoso, sobrecargado.

A punto de estallar.  Consumido en un enloquecedor incendio de sangre y nervios, soltó su equipo mágico y se lanzó a la calle en carrera desbocada. Ciego, sin tocar el pavimento, en fuga enloquecida llegó hasta la casa de Simona la Madama, a buscar el primer consuelo a su soledad en sesenta años de vida virtuosa.  Casi tumbó la puerta a puñetazos, sonriéndole a Simona con una picardía conspiratorial.  Delirante de alegría ¿Cuántos años no llevaba tratando de salvar el alma de la vieja panzuda y apestosa a manteca; de integrarla al rebaño de la virtud? Panfletos, rosarios, consejos, misas y novenas: nada resultó.

Y ahora…!Cuánto más dulce que la misma Eucaristía se le hacía el fracaso!